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aqui les traigo otra historia titulada autobiografia veloz espero que les guste
De niño sólo leía historietas. Salvo los libros escolares, los demás eran para mí objetos muy lejanos. Pero no sólo para mí: para los niños mexicanos que no vivían en un ambiente que propiciara la lectura. Ah, pero las historietas. Esos cuadernitos llenos de ilustraciones que narraban las aventuras de superhéroes o que contaban nuevos episodios de la vida de personajes ya conocidos, casi familiares, me llenaban la cabeza y me hacían feliz. Además de ese placentero pasatiempo, me dedicaba a jugar futbol con mi hermano Javier. Sin nuestras sesiones diarias de pelota, bien uniformados la mayoría de las veces, en el jardín de los abuelos o en la calle, la vida no hubiera sido tan disfrutable. Y no sólo la pelota: jugar a lo que fuera, con la participación de mis otros dos hermanos, era lo que le daba el sentido a todo. Cuatro niños ya eran una buena banda como para inventarse sábados y domingos sin desperdicio. Para ese entonces ya sabía dos cosas importantes sobre mí mismo: que me gustaban los mundos imaginarios de las historietas y que había nacido con una clara inclinación hacia el juego. Fue hasta los dieciséis años que comencé a leer libros. Resulta que mi hermano y compañero de juego de futbol tenía otras habilidades, además de meter goles en mi portería: le gustaba recitar poemas. Un día decidió participar en su escuela en un concurso. Iba en primero de secundaria y creía que tenía pocas posibilidades de ganar, ya que los de tercero eran más experimentados. Pero ganó recitando un poema de García Lorca, y con ello obtuvo como premio una medalla y un libro, Crimen y castigo, de un ruso llamado Fédor Dostoievski, un libro por cierto poco cercano a un joven de trece o catorce años. Lo dejó a un lado: la satisfacción de haberle ganado a los mayores era suficiente recompensa. Un día en el que no tenía nada que hacer tomé el ejemplar y comencé a leerlo. Leí la primera página, la segunda, la tercera, la cuarta y sin darme cuenta en poco tiempo ya estaba demasiado metido en la historia como para poder abandonarla. Iba a la escuela, regresaba a la casa, comía, me olvidaba de la tarea y me disponía a leer toda la tarde y toda la noche hasta que el sueño me ganaba. Recuerdo esas tardes con mucha nostalgia. Pero pronto llegó el día temido en el que habría de leer la palabra “FIN”. Sentí que algo se había roto en mí. “¿Y ahora qué hago?”, me dije. Muchas de las últimas horas las había pasado junto a personajes que tenía poco tiempo de conocer y en un país que sabía de su existencia sólo porque me habían hecho aprender de memoria su Autobiografía veloz Francisco Hinojosa capital. Cuando leía, mi cabeza se llenaba por completo de todo cuanto pasaba en la novela. Digamos que al abrir sus páginas abría también una puerta que me dejaba entrar a Moscú en pleno siglo xix. En mi casa no había muchos libros, pero sí los suficientes como para saciar esa nueva sed: quería seguir leyendo historias. Así comenzó mi amor por los libros, porque muy pronto descubrí que además de novelas podía leer muchas otras cosas: una biografía de Leonardo da Vinci, un tratado sobre las hormigas, poemas de Rafael Alberti, el relato de un hombre que un buen día amanece convertido en un insecto, una mala versión de La divina comedia. Un año después me enfermé de hepatitis, lo cual me obligó a estar dos meses en cama. Lo sentí casi como un premio: era una inmejorable situación para dedicarme a leer. Sin embargo, leía de una manera desordenada: los libros que caían en mis manos, los que había en la casa, los que me regalaban, los que empezaba a comprar con lo que tenía de dinero. Y así fue durante más de un año. Hasta que se me ocurrió ponerle un orden a las lecturas y dejarme guiar por quienes más sabían: me metí a estudiar en la universidad una carrera que tuviera que ver con los libros, Letras Hispánicas. Y luego llegó algo que no me imaginaba: que ese gusto por la lectura desembocara en un deseo de escribir. ¿Sería yo capaz de crear mundos como los que llenaban las páginas de mis libros? ¿A quién había que pedirle permiso para escribir? Como a los dieciocho años hice mis primeros intentos: me dediqué con esmero a escribir poesía. Lo hice con mucho entusiasmo y guiado por los escritores que más me gustaban entonces. Los imitaba, los copiaba, trataba de ser como ellos. En unos cuantos años llegué a juntar un montón de hojas escritas, casi siempre, con una máquina mecánica. Sin embargo, poco a poco me di cuenta de que los poemas que escribía empezaban a contar algo, hasta que un día escribí una historia. Disfruté tanto hacerlo que supe de inmediato que lo mío era más el cuento que la poesía. Gracias a algunos compañeros de la carrera, comencé a escribir y publicar reseñas de libros en revistas literarias. Unos editores, que habían leído esas reseñas, me llamaron un día para pedirme que les hiciera un trabajo: adaptar algunos mitos prehispánicos de la creación y algunas leyendas de la época de la Colonia para ser leídos por niños de diez a doce años. Salieron de allí dos hermosos volúmenes titulados El sol, la luna y las estrellas y La vieja que comía gente. Gustaron tanto esos libros que a los mismos editores se les ocurrió otro proyecto: publicar cuentos para niños que tuvieran que ver con distintas etapas de la historia de México. A mí me encargaron que lo hiciera sobre la primera mitad del siglo xx. Escribir un cuento que transcurriera en los años cuarenta era todo un reto para mí. Y además tenía que ser para niños. Eso no estaba en mis planes originales, pero ¿por qué no intentarlo? Para situarme en la época, me puse a leer libros de historia y a consultar periódicos de esos años. Al poco tiempo empezaron a llegar las ideas. Se me ocurrió escribir el relato de un niño que vende periódicos en las calles del centro de la Ciudad de México. De esa manera podría situar las acciones en el momento histórico que había elegido, ya que el personaje podía gritar las noticias de una manera natural. Terminé el cuento, lo entregué a mis editores y ellos, responsablemente, se lo dieron a leer a varios niños lectores. La respuesta fue contundente: “este cuento no nos gusta”. Cuando me dieron la noticia me puse triste: sabía que había fracasado en ese primer intento de escribir para niños. Después de releer el cuento y notar todos los errores que había cometido, decidí rehacerlo. Al cabo de unos días lo terminé y lo volví a presentar. Los niños leyeron la nueva versión y al fin la aprobaron: “ahora sí nos gusta”. Ese primer cuento se llamó A golpe de calcetín. Lo que aprendí al ser rechazado esa vez fue importante, ya que desde entonces he escrito más de veinte libros a partir de la idea de que los niños son lectores muy exigentes. Leer libros sigue siendo una de mis actividades favoritas. Gracias a ellos puedo viajar a través del tiempo y del espacio desde la tranquilidad de un sillón en mi casa, conocer a personajes que se parecen a los de la vida real pero que están hechos de palabras, vivir historias que otros imaginaron, dejarme llevar por la música de un poema. Y allí están siempre los libros, listos para brindar sus páginas sin exigir nada a cambio. Escribir es otra de las actividades a las que más tiempo dedico. Quizás decidí escribir para agradecer así lo que los libros me han regalado a manos llenas. Y también para contarme a mí mismo las historias que no leí de niño. Cuando mis editores me dijeron que ese primer cuento que había escrito fue disfrutado por sus niños lectores, supe que tenía una nueva responsabilidad: exigirme a mí para cumplir con sus expectativas. Algo más: he aprendido que si quiero que alguien disfrute con lo que escribo, debo disfrutarlo yo también. En cuanto a las historietas, hace mucho que no leo una. Sin embargo, reconozco que me dejaron una gran huella que está presente en todo lo que escribo. En una imagen de cómic aparece un personaje que para hablar despliega un globito: en él caben, digamos, siete, ocho o nueve palabras, pero no diez. Ésa es la enseñanza: no hay que escribir palabras de más, sólo las justas. Uno de mis primeros cuentos para adultos —porque también escribo para adultos— acaba de aparecer en formato de cómic: se llama Informe negro y es de corte policiaco. Sin haberlo planeado así, un texto mío me hace regresar, 45 años después, a mis orígenes como lector de historietas. Y finalmente, el juego. Conforme pasa el tiempo, cada vez estoy más convencido de que a mí me tocó relacionarme con el mundo a través del juego y del humor. Y eso puede ser contagioso, ya que por lo general ese estado de ánimo festivo suele compartirse: veo a quienes me rodean —familiares, amigos, conocidos— como compañeros de juego.