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aqui les traigo otro cuento llamado El señor embrujado espero que les guste
Con su abrigo grueso, su larga bufanda y su estatura alta de hombre altivo, dice que para ejercer su cargo hay que parecerlo. Por eso siempre está impecable aunque su cabellera que admite algunas canas se alborote con vientecillos característicos a principios de septiembre. Hombre consciente de que el tiempo está vivo y no se detiene nunca, se fija horarios y procura cumplirlos. Sabe que del equinoccio de primavera en que los días son iguales en toda la Tierra, vendrá el solsticio de Capricornio y el hemisferio boreal prolongará sus noches. Aparecerá escarcha sobre los tejados citadinos y las palas quitanieve circularán recorriendo calles y banquetas. Desayuna a buena hora, aunque haya cumplido sus deberes en alguna recepción que abandona temprano. Entonces inicia tareas cotidianas sin ser interrumpido. Redacta discursos habituales con clara idea de lo que se propone decir, contesta mails, escribe artículos, organiza exposiciones artísticas en que selecciona materiales y resalta la importancia del arte mexicano. Planea eventos. Sólo con esa vida metódica puede conseguir lo que ha conseguido. Y no cambia horarios a menos que se presenten eventualidades insalvables. Cuando más metido estaba en su trabajo y poco antes de abandonar la residencia rumbo a la embajada, algo interrumpe su atención. Es un clamoreo extraño, inconsolable. Primero no alcanzó a identificarlo; luego lo escuchó viniendo desde la gran terraza construida sobre una fachada interior que da al mar y donde mira muchas veces los crepúsculos de Helsinki. El horizonte se parte en dos azules distintos marcados por una raya como si seres superiores usaran reglas para no cometer equivocaciones en su bandera. Aprovechan primero un azul claro y luminoso; el segundo más oscuro y denso y el cuadro se ilumina con una roja mancha solar apoderándose del panorama por las mañanas y desapareciendo rumbo a la negrura del anochecer. Pero en ese momento se llenaba de fuertes y vivos colores y las sombras huían extendiéndose hacia puntos lejanos, se dispersaban por bosques y jardines. Los gritos descorazonados guiaron al Señor Embajador, le dijeron que pisara cuidadosamente, como si el piso estuviera muy frágil, para no lastimar a una criatura negrusca, medio emplumada que se cayó del nido formado arriba del techo y con los ojillos semiabiertos esperaba entontecida la ayuda de una gaviota que volaba angustiada por un dinamismo sin tregua espantando a los intrusos que intentaran lastimar a su polluelo. La presencia del Señor Embajador la alarmó. Temió lo peor aleteando con las alas extendidas como hojas de navaja, gritando violentamente, dando giros en el aire. Aumentaron sus ansias cuando la cocinera a pedido de su patrón —convencido de que las únicas cosas terrestres que podemos llevarnos al cielo son las que regalamos—, dejó cerca trozos de pescado crudo que fueron rechazados con movimientos circulares viendo enemigos en ese par de humanos piadosos cuya ayuda despreciaba. No tenía otra forma de comunicarse sino por aleteos y alborotos. Exigía quedarse sola mientras redoblaba una actividad constante. Salía rumbo al océano y segundos después regresaba con pedacitos de comida recién cazada. Los colocaba suavemente en el pico de su cría. Los habitantes de la casa sintieron que su presencia resultaba inútil y se limitaron a observar esa escena detrás de las cortinas. Asombrados del infatigable ir y venir, hora tras hora, minuto a minuto, sin descanso. La gaviota estaba segura de que el tiempo imparable y mostrenco era su enemigo ¿o su aliado? Segura de que habían llegado los momentos de emigrar. Y ahí quedaron diplomático y sirvienta mirando un rato, desapercibidos tras cortinas que al abrirse operaban milagros y el paisaje se convertía en sutiles movimientos de la gasa. El Señor Embajador persuadido de que su ayuda sobraba. Pidió un automóvil y salió a cumplir tareas. Sin embargo cuando regresó por la tarde, pues a Dios gracias no tenía compromisos pendientes, aún no se solucionaba el problema. Seguía como lo había dejado; aunque la gaviota no perdía esperanzas. Una fuerza mil veces mayor a su tamaño la impulsaba. El Señor Embajador casi se acostumbró a los chillidos con los que durmió a pesar de que llegaban hasta su cuarto. El día siguiente se dispuso a retomar rutinas. Adoraba el silencio y sin embargo sintió inquietud porque el ruido había terminado. Se enrolló rápidamente su bufanda sobre la bata y fue a la terraza. La halló vacía. Se habían ido. El cielo seguía dividido en dos; abajo, algo brumoso; arriba transparente y el sol cumplía citas diurnas imponiendo su boceto rojo con un glorioso ímpetu igual a una pintura abstracta hecha en el taller del cosmos. Además se imponían los diferentes tonos grises y verdes de las casas y las plantas extendidas bajo ellas o trepando bardas.La bufanda del Señor Embajador lo convirtió de pronto en un niño fugitivo de obligaciones ministeriales arropado por una lana ardiente protegiéndolo del frío para observar tanto misterio hablándole a los ojos. Supo que el orden y la bondad regresaban al mundo y se detuvo un rato contemplando. Allá, todavía no muy lejos, madre e hijo iban juntos. Ella cambiaba posiciones, se ponía arriba, a la derecha, a la izquierda enseñándole cómo volar y cuidando que no cayera nuevamente. Ambos fueron dos puntitos cada vez más distantes; pero el amor y la persistencia se besaban uno al otro.